Tras varios tragos y horas de sopor etílico, salpicados de risotadas y empujones amistosos en un bar cercano, el marinero salió a la acera. Estaba de vuelta en su pueblo natal después de largos meses de travesía marina, y a nadie se le hubiera ocurrido detenerlo cuando, por la noche, sus viejos compadres lo convidaron a beber. ¿Y qué si era lunes? ¿Y qué si su familia estaba esperándolo para consentirlo? Estaba borracho y estaba feliz.
Se apoyó de la pared de la esquina mirando
hacía lo lejos las calles vacías, los contornos de su cuerpo eran dibujados por
la luz del único farol encendido de esa acera. De pronto, desde allá, a lo
lejos, donde la calle desolada se encontraba con el horizonte, una figura alta
y sombría apareció. El marinero miró a su alrededor, súbitamente sobrio,
impulsado por un mal presentimiento, pero no pudo ver a nadie más que
transitara por esos lares a esas frías horas de la madrugada, ni siquiera sus amigos
—que prefirieron el calor de la proximidad de los cuerpos y aspirar la neblina
alcohólica del bar— estaban a la vista. A parte de él, sólo la figura negra a
lo lejos parecía existir en el mundo. La sombra tenía algo extraño, algo
inquietante.
Unas pequeñas luciérnagas flotaban alegremente
alrededor de la aparición que se perfilaba bajo la muda luna radiante que
bañaba todo con una luz plateada, sin saber que su danzar contrastaba terriblemente
con la misteriosa figura que rodeaban.
El marinero sacudió la cabeza y parpadeó varias
veces. Sintió cómo se estremeció de pronto. La figura sombría parecía
imperturbable, salvo por las ropas negras y difusas que flotaban lentamente en
la brisa, como tentáculos de un pulpo perezoso en una corriente marina. Quizás
fuese la soledad y el silencio absoluto carente incluso de la orquesta de
animalitos nocturnos lo que le hizo llegar a la irreversible conclusión de que
se trataba de un fantasma. Un espectro lo miraba impávido al final de la calle.
Nadie le
había comentando nada de fantasmas por estas zonas, y aunque así hubiese sido
él nunca lo habría creído… pero hubiese estado bien que su mujer, o su hermana
la verdulera que debía de conocer las
calles y el cotilleo del pueblo mejor que nadie le hubiesen comentado que por
ahí se aparecía… algo. O quizás se trataba de la primera aparición, quizás
fuese algo único, aunque él recordaba que, por esos entornos rurales, las
historias de fantasmas abundaban en ciertas temporadas. Quizás todo el pueblo
sí sabía del espectro pero había querido olvidarlo, quizás el hablar de ello
sólo lo hacía más presente en la ya aterrorizada mente de todos
Pero sea como fuere, y sin poder distinguir rostro
alguno bajo la capucha que llevaba, supo que el fantasma lo estaba mirando. De
pronto, el espectro inclinó la cabeza para un lado. Luego, sin hacer el menor
ruido, empezó a acercarse. El marinero se paralizó por completo, sintiendo el
pánico más absoluto. Sus vellos erizándose, sus ojos desorbitándose, su
mandíbula trancándose en un rigor de músculos.
El terror era tal que no notó cuando empezó a
lloviznar, no sintió el frío punzante de las delgadísimas gotas que destellaban
fugazmente con la amarillenta luz del farol y la plateada de la luna; sólo
podía observar como la aparición negra que se acercaba, aparentemente flotando,
empezó acelerar. Aceleraba hacia él. El marinero pudo ver como la tela de su
atuendo aleteaba tras el espectro. Sus pisadas, si es que sus etéreos pies
tocaban el suelo con alguna materialidad, no emitían ningún sonido perceptible
por encima del murmullo sordo de la llovizna al golpear los adoquines. El
fantasma estaba más cerca y no disminuía su velocidad. En breves instantes
tendría al marinero frente a frente, quizás para mostrarle una calavera ensangrentada
allí donde debería haber un rostro, o quizás un aullante pedazo de oscuridad
absoluta… quizás una distorsionada sonrisa demencial con unos ojos bizcos
envueltos en llamas…
El marinero quiso gritar hasta que sus pulmones
estallaran pero el pecho no se le movía, ni sus manos, ni sus brazos, ni sus párpados
querían parpadear. Sus ojos empezaron a aguarse del terror, desatando unas
incongruentes lagrimas que se deslizaron por su rostro paralizado. El fantasma
estaba ahora tan cerca que se le podían adivinar los delgados brazos debajo de
la manta negra que lo cubría. De pronto, un viejo instinto de preservación hizo
que el hombre se agachara y lanzara una mano hacia el suelo para tomar un
pedrusco de tamaño notable, sin quitarle la mirada de encima al fantasma. Lo hizo inconscientemente, como
si se tratara de un perro salvaje que estaba por dar con él, pero para su
inmediata sorpresa y confusión, el fantasma se detuvo por un instante, como
dudando. La lluvia siguió cayendo, y el silencio siguió imperando. La mente del
marinero, en un fugaz chispazo, le dijo que los fantasmas nada temen a que
alguien les dé una pedrada.
El hombre dio un paso hacia adelante. El fantasma
dio un brinquito casi imperceptible, poniéndose tenso. Ninguno emitió el más
mínimo sonido. El marinero dio dos pasos más. El espectro dio uno hacia atrás.
El hombre arrancó a correr con la piedra en la mano, lo que provocó que la
aparición diera media vuelta y arrancara a correr desesperadamente, alejándose
por donde había venido.
Justo cuando el marinero se había acercado lo
suficiente y estaba a punto de lanzarle el peñón por la espalda, al fantasma se
le cayó la capa con capuchón que llevaba revelando la larga cabellera de su
hermana la verdulera que, presa del pánico, terminó chocando con el carretón de
mercancía que había traído y dejado en la esquina sumida en las sombras,
desperdigando las verduras que pensaba vender a primera hora de la mañana.
Fabio Romanelli, 15/01/2012
Nota: Esto es una adaptación de un relato que me contó el Sr. Orlando Acuña hace unos días. Me provocó una magnitud nada razonable de risa. Temí por mi vida.