Explicación

Una colección en permamente crecimiento de los cuentos que escriben los dedos de Fabio Romanelli (con o sin la autorización del resto de su cuerpo).
Proceda con cuidado: si todo parece ser confuso, complicado o estar innegablemente al revés. se recomienda mantener la calma, respirar profundo, y verificar si el monitor de la computadora, o incluso el propio lector, no se encuentren de cabeza. Eso, por lo general, ayuda bastante.

sábado, 19 de marzo de 2011

Los riesgos del ping pong




Aunque la mayoría de la gente sabe que esa escena entre jugadas de tenis de mesa, en donde uno de los jugadores intenta atrapar la pelotita, mientras ésta rebota de todas las superficies posibles, es de las cosas más cómicas que se pueden presenciar, casi nadie está consciente de lo mucho que puede prolongarse esta situación. Una cierta vez, un pobre incauto tuvo la oportunidad de averiguarlo… aunque nunca más se le volvió a ver.

Tras perder un punto en un encuentro de ping pong, un hombre llamado Martín se dio a la tarea de atrapar, entre las risas disimuladas de los espectadores casuales y de su contrincante, una bolita inusualmente rebelde, sin obtener grandes frutos durante algunos segundos. Sin embargo, cuando los segundos se convirtieron en desconcertantes minutos, los presentes, que no mostraban la más leve intención de ayudarlo, empezaron a perder interés en el asunto, y se fueron yendo poco a poco, hasta dejar solo al pobre hombre enfrascado en la, hasta entonces, inútil labor.

La escena se desarrollaba más o menos así: rebote, manotazo (atrapada fallida), rebote, uno o dos pasos hacia adelante, rebote, manotazo… repitiéndose una y otra vez, pues, con cada nuevo tropiezo de la mano o los dedos, la pelotita recargaba su inercia, y seguía desplazándose en erráticos zigzags, hacia adelante. Eventualmente sus intentos lo sacaron de la habitación, y lo pusieron en la calle.

Gracias a la intensa concentración en la que estaba sumergido, Martín no notó que a su alrededor, los comentarios de las personas desconcertadas que lo veían pasar encorvado, dando manotazos a una pelotita que rebotaba siempre frente a él, empezaron a ser dichos en portugués, luego en un antiguo dialecto Yanomami, y pronto en un idioma olvidado, que era poco más que chasquidos de la lengua y gruñidos guturales. No fue consciente de la extraña calzada, virgen de pisadas humanas por milenios, que pronto reemplazó el suelo, ni tampoco de los arcos de roca, cubiertos de glifos misteriosos, que cruzaban sobre su cabeza inclinada hacia abajo.

Tras una medida nada razonable de tiempo, Martín pudo cerrar su mano alrededor de la pelotita,para ver que, sobre su cabeza, el cielo era innegablemente verde, la luna tenía una gemela orbitándola, y un número impar de ojos seccionados lo miraban con interés.


Fabio Romanelli 30/07/2010

miércoles, 2 de marzo de 2011

La Gran Final*


La cara de Sam era una mezcla entre esfuerzo alimentado por adrenalina, y concentración angustiosa. El sudor le hacía sentir la espalda caliente y húmeda. Las piernas, aunque tensas y rígidas, estaban listas para flexionarse en una fracción de segundo. La pelota volaba en un arco por encima de su cabeza; sus ojos, y los de todos los demás jugadores, la siguieron sin parpadear.

En ese brevísimo instante, Sam sintió toda la fuerza de las muchas miradas que, desde las gradas, ejercían un peso casi físico sobre toda la cancha. La esfera tocó el suelo frente a él, rebotó, y quedó paralizada por la acción del tiempo al desacelerarse. Para Sam, y todos los presentes, jugadores y espectadores, ese segundo se desarrollaba con pasmosa lentitud, pues se trataba del desenlace del campeonato; el gol, si ocurría, les daría el empate… y una oportunidad para ganar en penales.

El griterío de las gradas fue súbitamente sustituido por el sonido de decenas de personas conteniendo la respiración al mismo tiempo. El silencio que siguió le recordó a Sam lo que estaba en juego: todo el campeonato, la suma de las expectativas de sus compañeros, fans, y familiares; el orgullo de su gente. La pierna de Sam se lanzó hacia atrás para tomar impulso, un parpadeo después se disparó hacia adelante, impactando la pelota al final del trayecto. Mientras pateaba el balón, Sam vio, por el rabito del ojo, el rostro de sus compañeros tornándose en muecas de tensión, apretando las mandíbulas con la misma fuerza con la que se aferraban a la esperanza.

La pelota voló, el arquero se disparó para interceptarla: un cometa con dirección a una esquina del arco, directo al gol, las manos del arquero quemando la distancia entre sus dedos y el balón. El aquero cayó al suelo casi a la mitad del arco, con los brazos extendidos hacia un poste. La esfera chocó con la punta de sus dedos. La rigidez de sus músculos impidieron que se flexionaran hacía atrás, haciendo que balón rebotara en dirección opuesta.

Estaba hecho, no había nada más que hacer. El silbato anunció el final del sobretiempo.

Sam y su equipo se sumergieron en un silencio terrible, sólo quebrado por los sollozos de algunos que habían roto en llanto. La tristeza sería insoportable, inolvidable… al menos hasta que probaran las primeras rebanadas de las pizzas que les brindarían sus padres en la pizzería de al lado de la escuela. Cuando se tiene 7 años, casi ninguna tragedia es incurable, sobre todo si hay pizzas de consolación.



Por: Fabio Romanelli.

*Una versión editada y acortada de éste minicuento fue publicado en la revista Escala, de la aerolínea Aeroméxico, en su edición de marzo 2011. (¡MUCHAS GRACIAS POR ESTA PUBLICACIÓN, AEROMÉXICO!).





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